viernes, 17 de julio de 2009

Comienzo de un recorrido por mi ausencia......

Te digo la verdad: comienzo a escribir(te), casi siempre, como si fuera, esto, una carta. Dirigida a quien sea. Que importa; supongo que lo que sí importa es el hecho mismo de escribir(te), que es un ejercicio que siempre me gusta aunque puedo admitir que suelo evadirlo con regularidad (y que justamente si (te) escribo y (te) confieso esto es precisamente porque llevo bastante tiempo evadiéndolo). ¿Por qué? Bueno. Digamos que después de leer a Freud durante un año: y conocer al genio, al filosofo, al psicólogo; después de verlo en pequeños lapsus alucinógenos en las mañanas, después de conversar largo y tendido con él en mis sueños, después de imaginar su mirada incisiva y obstinada a través de sus espejuelos; en fin, que después de Freud (con todas sus implicaciones y sus presencias en mi cotidianidad) escribir cuesta más trabajo. El ejercicio, antes placentero, de escribir(te) se convierte en un juego morboso, en una sesión psicoanalítica; de pronto comienzan a aparecer viejos fantasmas, viejas nostalgias, recuerdos inertes que recuperan la vitalidad que, en realidad, nunca perdieron. No quiero seguir elaborando las razones que me han mantenido alejado de la escritura por tanto tiempo, pero queda claro que escribir ahora: desde este escritorio de oficina, desde este verano invernal (Londres, 2009), desde la lluvia a través de los cristales (esta frase me recuerda un poema de Antonio Machado que solía leer a los dieciséis años), desde mis manos cansadas de hacer nada, desde la fugacidad de este tiempo que se consume a palabras, desde el torrente de imágenes que en resumidas cuentas evoca el acto de escribir(te): queda muy claro que escribir no es lo que era.
Te preguntarás: como estoy, donde he estado, con quien he estado, que he hecho, por que no te había escrito en tanto tiempo. Sin saberlo, muy ingenuamente, pensaras en toda clase de verbos para conjugarlos al pasado y con ellos tratar de crearte una imagen, digamos, coherente de lo que ha sido mi vida hasta ahora, que decido escribirte. Y pensarás: jugar, correr, comer, fornicar, fumar, reír, acariciar, viajar, volar, nadar, cagar, (incluso) escribir. Luego vendrán los verbos reflexivos: vestirse, levantarse, saludarse, besarse (puedo imaginar tu nerviosismo), abrazarse, acariciarse. Cuando piensas en este tipo de verbo, los reflexivos, se que desvanece la sonrisa inicial que llevabas puesta en los labios al recibir mi carta. Muy normal: todos sabemos que los verbos reflexivos, sin contexto particular, suelen ser extremadamente ambiguos y se prestan para las más interesantes elucubraciones; como agravante, tú sabes muy bien que aun me deseas erótica y emocionalmente y que el reflejo de estos verbos tú te lo imaginas cayendo en otra persona, alguien sin rostro, pero ciertamente con un cuerpo muy superior al tuyo (que de todos modos me sigue gustando y provocando erecciones, sudores y todo tipo de nostalgias)(ahora que lo pienso bien, en otro momento te podría enumerar todas las canciones que me hacen recordarte desnuda, tendida sobre mis brazos). Sí: me parece que esta carta despertará mi recuerdo, ese otro yo (favorito) que vive entre tus dos cejas (muy pobladas), entre tu frente y tu nuca. Tampoco puedo negarte que es eso un poco lo que quiero: aturdirte, que de pronto digas: “puñeta: ¿por que me escribe ahora este cabrón?”. Y como supuse antes, se que cuando recibiste la carta sonreíste (más que por lo que escribía, por la sorpresa de ver mi nombre en el remitente del sobre y por leer ese primer párrafo que seguramente despertó la voz mía que te has creado en tu cabecita, a fuerza de soledades, distancia y ausencias), pero que ya en este segundo párrafo tu semblante es muy serio, hasta rígido. Hasta me atrevería a decir que en algún momento, que entre alguna inocente combinación de palabras, llorarás: que se deslizarán algunas lágrimas por tus mejillas y yo (ni nadie) estará cerca de ti para secártelas.